"¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites. ¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios. ¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará."
La carta de Santiago nos exhorta constantemente a vivir una fe activa, manifestada en obras y buena conducta (Santiago 1:22, 2:18, 3:13). Esta exhortación a menudo implica corrección, un aspecto que a la naturaleza humana le cuesta aceptar. Sin embargo, la corrección divina es vital para nuestro crecimiento, a diferencia de la tendencia humana a suavizar las malas noticias, Dios nos confronta para nuestro bien.
La historia de la iglesia de Pérgamo (Apocalipsis 2:12-16) nos muestra cómo Dios primero alaba, pero luego confronta los errores. Rechazar esta corrección trae graves consecuencias, como advierten Proverbios 1:23-31, donde se describe la calamidad que llega a quienes desprecian la sabiduría y la reprensión de Dios.
"Volveos a mi reprensión; he aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros, y os haré saber mis palabras. Por cuanto llamé, y no quisisteis oír... también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis."
- Proverbios 1:23-26
Santiago utiliza una poderosa metáfora militar para describir los conflictos que experimentamos (guerras, pleitos, combaten, matáis, lucháis, enemigo). No son batallas bélicas, sino luchas internas y relacionales que tienen profundas raíces espirituales.
Comienza en nuestras propias pasiones que combaten en nuestros miembros. Los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16) son el caldo de cultivo para la insatisfacción y la envidia.
"Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo."
- 1 Juan 2:16
Nuestra codicia desmedida y envidia nos llevan a "matar" y "luchar" figurativamente contra quienes poseen lo que deseamos. La codicia es un deseo incontrolable que nos aparta del contentamiento en Dios.
En la toma de Jericó (Josué 7), Acán desobedeció el mandato de Dios de no tomar nada, codiciando un manto babilónico, plata y oro. Su pecado trajo derrota al pueblo de Israel, mostrando las graves consecuencias de la codicia y el desacatamiento.
A menudo, confundimos la codicia con la ambición, y la santidad con el conformismo.
La amistad del mundo es enemistad contra Dios. Cuando nuestro corazón está dividido, tratando de servir a Dios y a las "riquezas" (entendidas como los deleites mundanos), nos constituimos enemigos de Él.
"Ninguno puede servir a dos señores... No podéis servir a Dios y a las riquezas."
- Mateo 6:24
Santiago revela que muchas de nuestras frustraciones y la falta de obtener lo que deseamos se deben a que "no pedimos" o "pedimos mal". Detrás de esto se esconde una actitud de soberbia.
La soberbia nos lleva a creer que somos autosuficientes, que podemos resolverlo todo por nosotros mismos sin depender de Dios. Esto se manifiesta en no buscar su dirección o ayuda en momentos de necesidad.
"En el año treinta y nueve de su reinado, Asa enfermó gravemente de los pies, y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos." (2 Crónicas 16:12). No se trata de rechazar la ayuda humana, sino de no ponerla antes que a Dios.
Muchas de nuestras oraciones están centradas en nosotros mismos, en nuestros propios deseos y deleites, en lugar de buscar la voluntad de Dios, el bienestar de los demás o su gloria.
Cuando Dios le ofreció a Salomón pedir lo que quisiera (2 Crónicas 1:7-12), él no pidió riquezas, sino sabiduría y ciencia para gobernar a Su pueblo. Por priorizar el propósito de Dios y el bien de otros, Dios le dio abundantemente todo lo demás. Nuestro egoísmo natural nos impulsa a desear el bien para nosotros y el mal para los demás.
A pesar de nuestra infidelidad y luchas, la fidelidad de Dios y su gracia son mayores. Él nos llama a un arrepentimiento genuino y a una humildad transformadora.
Aunque seamos infieles, Dios permanece fiel. El Espíritu Santo que mora en nosotros nos anhela celosamente, llamándonos a salir del mundo y restablecer nuestra comunión con Él. Su gracia es inmensa; "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Romanos 5:20). Sin embargo, no debemos abusar de ella ni tomárnosla a la ligera.
"¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes."
- Santiago 4:5-6
Una de las faltas más graves, la idolatría, persiste hoy. A menudo tememos exhortar a otros a deshacerse de sus ídolos modernos o tradicionales, por miedo a su reacción. Sin embargo, Dios nos llama a ser claros, limpiando nuestras almas al advertir (Deuteronomio 7:25-26).
Las guerras interiores, los conflictos con el prójimo y la lucha contra Dios nos agotan. Es tiempo de dejar la soberbia, la codicia y la amistad con el mundo. Dios nos extiende su gracia y nos llama a una transformación profunda.
"Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes."
- Santiago 4:6